BASTA DE CRUASANES TERRIBLES EN CAFETERíAS Y BARES, POR FAVOR

Soy un ser entusiasta y expansivo. Tengo alma de teleñeco y ando por la vida dando brincos, hablando muy de prisa y gesticulando a lo grande. Luego entro en una cafetería cualquiera, pido un café solo y un cruasán, y se me pasa.

Un cruasán es, según la RAE, un bollo de hojaldre en forma de media luna, una masa alveolada, aireada, de capas ultra crujientes en el exterior y más cremosas en el interior, pero, en todo caso, de textura más cercana a la de un milhojas que a la de un brioche. Aun así, lo más común al pedir un cruasán en una cafetería es encontrarse mascando algo parecido a la plastilina y terminar con un revestimiento de cera en el paladar que ni la bóveda de una iglesia románica preñada de cirios encendidos.

Esta es una de las muchas desgracias de los tiempos que nos han tocado vivir, la plaga de los cruasanes no sólo de la más baja calidad posible, sino mal almacenados, mal cocidos, y pintados con un lametón de gelatina dulce o almíbar que hace que, acompañando cada mordisco, te llegue a la boca un pedacito de ese papel con el que lo sirven en el plato; si no es que la única parte cocida de la masa informe, el exterior, queda agarrada a la celulosa como si esta fuese una banda depilatoria, de modo que una acaba mascando una bola elástica de harina y grasa hidrogenada con sabor a glicerina. No se rían. Bajen corriendo al bar más cercano, compren un cruasán, sepárenle los cuernos, si los tiene, repelen la capa exterior de la parte central y jugueteen con la masa del interior: verán que la pueden apretujar, convertirla en una bolita y amasarla de nuevo para modelar pequeños cruasanes en miniatura. ¡Ta-chán!

Hoy me he comido el peor cruasán de mi vida. Si un señor llamado Maurice normal y corriente en una pastelería francesa cualquiera fuese servido un engendro del calibre de lo que me acabo de comer, a media mañana, en horario laboral, mandaría instalar de nuevo la guillotina en la plaza de la Bastilla y daría el pistoletazo de salida a la segunda Revolución Francesa. Aquí, en cambio, este es un desaire cotidiano con el que nos llevamos bien. Lo abrazamos como aceptamos tantas otras miserias, por no discutir, por no montar un cristo, porque no vale la pena, porque, al fin y al cabo, ¿quién ha probado nunca un cruasán de verdad y sabe cómo debería ser? ¿Nos hemos vuelto locos? ¿Acaso somos franceses? Lo que me ha pasado hoy no es una anomalía, sino que, como decían los Depeche Mode, es la clase de dolor (pain en el original, que significa pan o bollo en francés) a la que estamos acostumbrados.

Ahora podría enredarme en una larga y detallada explicación con espíritu didáctico y constructivo sobre cómo se hace un cruasán, pero ese no es el problema. No sólo llevamos años sabiéndolo, la información está ahí, sino que bares y cafeterías compran los cruasanes en cadenas de distribución de bollería congelada, de productores que ya tienen en sus catálogos cruasanes de categoría bien hechos. El problema no es ese. La del cruasán es una masa con grandes cantidades de grasa que reviste sus fibras de una capa impermeable que las protege de la formación de cristales de hielo. El bollo resiste estupendamente la congelación. Tampoco pasa nada si en vez de comprar los más caros, de categoría suprema, llenos de buena mantequilla en grandes cantidades, eligen los de tercera. Es más, les voy a pedir de corazón que sigan haciéndolo un tiempo más, al menos hasta que hayamos aclarado lo que viene a continuación, que ya está bien de seguir pensando que vivimos en la calle de la Fantasía de la aldea de la Gominola. Ya pintamos canas y tenemos una edad.

De entrada, tenemos un problema de almacenamiento, sea porque el cruasán se descongela y congela en el trayecto de transporte, sea porque se queda esperando un buen rato en el almacén antes de ser metido en el congelador, porque estamos pendientes de otras cosas. En ese tiempo, los bollos se descongelan ligeramente, se humedecen y se pegan los unos a los otros. Aparte, a menudo se guardan con poco tacto. Para que ocupen menos espacio se suelen sacar de las cajas y se guardan en bolsas, que quedan mal anudadas, dejando los cruasanes a la intemperie dentro del congelador. Contrariamente a lo que podríamos pensar, el del congelador es un ambiente muy seco. El hielo que se forma en laterales y cajones es, precisamente, agua que ha escapado del interior de los cruasanes y que sale a luchar contra la sequedad ambiental, a tratar de equilibrar los climas exterior e interior. Este fenómeno es el que causa la llamada quemadura blanca, o quemadura de frío, que vuelve a las rebanadas de pan congelado blancas y opacas, y a los bistecs, marrones.

En cuanto a la cocción, esta suele ser poca y súbita. En nuestro afán de ir deprisa, tendemos a asustar la bollería en vez de cocinarla, a hornearla a demasiada temperatura, a veces hasta sin haberla descongelado previamente, de modo que queda dorada del exterior pero cruda del centro.

Finalmente, el brillo de la pasta al salir del horno tiene que ser el que da el dorado de una buena capa de huevo batido aplicada a pincel antes del horneado, y no un brochazo pegajoso de gel para cazar moscas.

Bares y cafeterías, sigan comprando cruasanes de tercera pensando que no pasa nada, que aquí nadie se da cuenta, y que los clientes nos creemos que del margen que dan los cruasanes baratos es de donde salen los cuatro duros imprescindibles para la viabilidad del negocio. Pero, por favor, sáquenlos del congelador la noche anterior y déjenlos en la nevera. A la mañana siguiente, justo después de levantar la persiana, ajusten la temperatura del horno a 200 grados, y en cuanto la alarma del precalentado avise de que la maquinaria está lista, bajen el termostato a 160 grados y horneen las pastas, pintadas con huevo batido, entre 19 y 21 minutos.

Con esto le damos la vuelta al país.

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